Han pasado casi cinco décadas desde que empecé a contar la historia de mi país. He narrado guerras, acuerdos, resistencias, y también silencios. Pero hay coberturas que no se olvidan. Las que duelen. Las que rompen. Las que nos interpelan como sociedad. Entre ellas, los asesinatos de niños.
Recuerdo el caso en Bucaramanga, donde una madre asesinó a su propio hijo. Hoy cumple condena en el Centro de Resocialización de Mujeres. ¿Cómo se explica ese abismo? ¿Qué grietas sociales, mentales, afectivas, permiten que una madre se convierta en verdugo?
Y luego está Valeria. Una niña con síndrome de Down, desaparecida en Cajicá, hallada sin vida 18 días después en el río Frío, a escasos metros del colegio donde estudiaba. Valeria no tenía que estar sola. No tenía que morir. Su caso no solo revela fallas institucionales, sino una profunda negligencia social. El dictamen forense descartó violencia física o sexual, pero confirmó que murió por ahogamiento. ¿Cómo una niña con una condición especial termina fuera del radar de quienes debían protegerla?
Lo que más me aterra no es solo el crimen, sino la indiferencia. La falta de solidaridad. ¿Dónde están los padres y madres que deberían estar marchando por Valeria, por todos los niños que han sido víctimas? ¿Dónde está la sociedad que se indigna, pero no actúa?
Cada caso deja lecciones. La de Valeria nos obliga a repensar los entornos escolares, los protocolos de seguridad, la elección de los colegios. Pero también nos exige algo más profundo: recuperar la empatía. Volver a mirar a los niños como sujetos de derechos, no como cifras en un noticiero.
Colombia necesita una marcha. No solo por Valeria, sino por todos los niños que han sido asesinados, violentados, olvidados. Una marcha que nos convoque como sociedad, que nos obligue a preguntarnos: ¿qué estamos haciendo mal? ¿Por qué seguimos fallando?
Como periodista, como madre, como abuela, como ciudadana, me niego a normalizar el horror. Me niego a que el asesinato de un niño sea solo una nota más. Porque detrás de cada crimen hay una historia, una familia rota, una sociedad que no supo cuidar.
Hoy escribo desde el dolor, pero también desde la esperanza. Que esta columna sea una semilla. Que convoque. Que incomode. Que movilice. Porque mientras sigamos preguntándonos por qué asesinan a los niños en Colombia, la respuesta será también un espejo de lo que somos.








