La decisión del Consejo de Estado de anular la elección del alcalde de Bucaramanga, Jaime Andrés Beltrán Martínez, por incurrir en doble militancia, deja una profunda reflexión que va más allá de la figura del mandatario. El fallo, que obliga a la ciudad a enfrentar un nuevo proceso electoral, pone en evidencia el costo de no acatar la ley electoral y las serias consecuencias para una ciudad y sus ciudadanos.
La anulación de la elección de Beltrán es un recordatorio contundente para los aspirantes a cargos públicos: el desconocimiento de la normativa electoral no es justificable. Los candidatos invierten tiempo, recursos y esfuerzos en campañas arduas, solo para ver sus triunfos evaporarse por un vicio legal. Esto plantea la pregunta sobre la responsabilidad de los equipos de asesores, quienes deberían ser garantes del cumplimiento de la ley y evitar que sus candidatos tomen decisiones prohibidas que, a la larga, resultan en una catástrofe política y administrativa.
Más allá del costo económico y personal de una campaña fallida, el impacto más delicado de esta situación es la acefalía que Bucaramanga debe afrontar. La interrupción de la gobernabilidad genera un periodo de incertidumbre que frena la ejecución de proyectos y la continuidad de la gestión pública.
La ciudad, que eligió a su líder en las urnas, queda en un limbo administrativo que la afecta directamente.
Este no es un momento para el regocijo de los detractores. La pérdida de Bucaramanga es un hecho. En un contexto nacional ya de por sí complejo, la obligación de los ciudadanos es rodear la institucionalidad, no celebrar una crisis.
Bucaramanga es mucho más que sus líderes de turno; es el futuro de sus hijos, nietos y de las próximas generaciones. La lección del fallo es clara: la ley debe prevalecer, y la ciudad debe ser la prioridad por encima de cualquier interés individual o político.








