A veces, la historia no se repite como farsa ni como tragedia. Se repite como herida. Como una imagen que desgarra el alma de un país entero: un niño de cuatro años, Alejandro, despidiéndose de su padre asesinado. La misma edad que tenía Miguel Uribe cuando, en 1991, asistió al sepelio de su madre, la periodista Diana Turbay, también víctima de la violencia política. Hoy, Alejandro revive el mismo ritual de despedida, con la misma mirada extraviada, frente al mismo silencio que no sabe cómo explicar la muerte.
Miguel tenía 39 años. Diana, 40. La simetría es cruel. Como si el destino se empeñara en calcarnos el dolor, generación tras generación. Como si Colombia no pudiera romper el ciclo de la sangre derramada por pensar distinto, por hacer política con convicción.
La imagen que paralizó al país
Ayer, miles de familias vieron esa escena en televisión: el pequeño Alejandro, vestido de blanco, tocando y besando el ataúd de su padre. Muchos niños preguntaron. Muchos padres no supieron qué decir. ¿Cómo se le explica a un niño que en Colombia aún se asesina por ideas? ¿Cómo se traduce el miedo sin sembrarlo?
Una madre contó que su hija de siete años, al ver la noticia, le preguntó:
—Mami, ¿y ahora quién sigue?
La mujer sintió que el mundo se le oscurecía. Que no había palabras suficientes. Que la única respuesta posible era un susurro:
—Hija, pidámosle a Dios que nos proteja a todos.
El duelo que interpela a todos
No fue solo el adiós de una familia. Fue el duelo de una nación que creyó haber superado los años más oscuros.
Treinta y cuatro años después del asesinato de Luis Carlos Galán, muchos pensaban que sus hijos no tendrían que vivir lo mismo. Que la política ya no sería una sentencia de muerte. Pero el país volvió a mirar a los ojos de un niño huérfano y se vio reflejado en ellos.
¿Qué le decimos a nuestros hijos cuando el país les enseña que pensar distinto puede costar la vida? ¿Cómo les explicamos que el valor de la democracia no debería pagarse con sangre?
La memoria como resistencia
Alejandro no lo sabe aún, pero su gesto frente al féretro de su padre ya es parte de la memoria nacional. Como lo fue el de Miguel frente al de Diana. Como lo fue el de los hijos de Galán, de Rodrigo Lara, y otros más. Cada niño que ha perdido a un padre por la violencia política es un recordatorio de que la historia no debe repetirse.
Que el país necesita sanar. Que el dolor no puede ser herencia.
Y quizás, como dijo aquella madre, lo único que nos queda es pedirle a Dios que nos proteja. Pero también exigirnos como sociedad que ningún niño más tenga que despedirse así.









