Durante los dos meses que Miguel Uribe Turbay permaneció en la Unidad de Cuidados Intensivos de la Fundación Santa Fe, hubo una presencia constante que nunca se quebró: la de su esposa, María Claudia Tarazona. Mientras el país seguía con incertidumbre los partes médicos, ella vivía una doble batalla: la de acompañar al hombre que amaba en su lucha por la vida, y la de sostener el hogar que juntos habían construido, con sus hijos esperando respuestas y abrazos que ella debía repartir entre pasillos de hospital y noches sin sueño.
María Claudia no se apartó de su lado. Fue testigo de cada intervención, cada leve mejoría y cada recaída. En medio del dolor, organizaba videollamadas para que sus hijos pudieran ver a su padre, aunque fuera por segundos. En su rostro, la esperanza convivía con el agotamiento. Médicos y enfermeras la recuerdan como una mujer firme, serena, que preguntaba con precisión y agradecía con ternura. Su fortaleza se volvió ejemplo para otras familias que también esperaban milagros en esa misma clínica.
Y cuando el parte médico del 11 de agosto confirmó lo inevitable, María Claudia no se escondió del dolor. Lo convirtió en palabras que estremecieron al país:
“Siempre serás el amor de mi vida. Gracias por una vida llena de amor, gracias por ser un papá para las niñas, el mejor papá para Alejandro. Pido a Dios me muestre el camino para aprender a vivir sin ti. Nuestro amor trasciende este plano físico. Espérame, que cuando cumpla mi promesa con nuestros hijos, iré a buscarte y tendremos nuestra segunda oportunidad. Descansa en paz amor de mi vida, yo cuidaré a nuestros hijos”.
En esas líneas, no solo se despide de su esposo. También revela la dimensión de un amor que no se rinde ante la muerte, y la promesa de una madre que, aún rota, sigue de pie por sus hijos.








