La televisión mostraba el sepelio de Miguel Uribe Turbay. Yo, frente a la pantalla, no era solo espectadora: era abuela, periodista, mujer, y testigo de un país que llora a sus hijos. Las lágrimas no salieron de mis ojos, salieron del alma. Mi nieto, de apenas ocho años, me miró con la inocencia que solo los niños conservan y me preguntó:
—¿Miguel era tu hijo?
No supe qué responder. Porque en ese momento, Miguel era el hijo de todas. El hijo de una nación que no termina de entender por qué la violencia sigue robándonos lo más valioso. Pero fue una imagen la que me quebró por completo: el niño acercándose al féretro, y en una toma fugaz, la mitad del rostro de Alejandro, su padre, partido entre el dolor y la dignidad.
Esa imagen debería estar en los libros de historia, no para revivir el sufrimiento, sino para que jamás se repita. Para que cada colombiano, cada abuela, cada niño, entienda que detrás de cada cifra hay un rostro, una familia, una vida truncada.
Yo no fui pude terminar mi carrera. La pobreza me negó ese privilegio. Pero la vida me enseñó a contar historias con el corazón y el olfato periodístico que me llevó a dirigir noticias en una de las cadenas radiales más importantes del país. Cubrí todas las fuentes, desde el caos de la política hasta el milagro de una madre que encuentra a su hijo desaparecido. Y hoy, desde mi rincón de abuela y periodista aún activa en el oficio, escribo esta crónica como un acto de memoria.
Porque el periodismo no es solo informar. Es abrazar con palabras, denunciar con imágenes, y resistir con la verdad. Por eso quiero que esta foto del niño frente al féretro se publique. No para alimentar el morbo, sino para sembrar conciencia. Para que cada vez que alguien la vea, se pregunte:
—¿Qué estamos haciendo para que esto no vuelva a pasar?
Gracias totales por permitirme contar esta historia. Que la mística del oficio nos siga guiando. Que el amor por la verdad nos mantenga despiertos. Y que la imagen de ese niño nos recuerde que Colombia merece paz.








