La decisión de las alcaldías del área metropolitana de Bucaramanga de cancelar el día sin carro y motos, previsto para finales de septiembre, ha generado opiniones divididas. Para algunos, es una muestra de sensatez frente a la precariedad del transporte público. Para otros, una oportunidad perdida para avanzar en conciencia ambiental.
¿Quién tiene razón?
Desde el punto de vista institucional, el argumento es contundente: no hay condiciones. El descalabro del Sistema de Transporte Masivo Metrolínea ha dejado a la ciudadanía sin una alternativa digna, segura y eficiente.
¿Cómo pedirle a la gente que deje su vehículo si el bus no llega, no pasa, o simplemente no existe? La movilidad urbana no puede depender de gestos simbólicos cuando el sistema estructural está colapsado.
Los comerciantes, por su parte, respaldan la decisión. Las asociaciones gremiales advierten que un día sin vehículos privados afectaría gravemente las ventas, especialmente en un contexto económico frágil. La movilidad es también economía, y en una ciudad donde el transporte público no garantiza cobertura ni frecuencia, el carro se convierte en herramienta de trabajo, no en lujo.
Pero hay una tercera voz que merece atención: la de las comunidades. Exigen medidas ambientales más robustas, y con razón. Sin embargo, aquí emerge una paradoja dolorosa. Muchos de quienes reclaman acciones gubernamentales no se comprometen con prácticas básicas de cuidado ambiental. ¿Dónde está el reciclaje? ¿Dónde la separación en la fuente? ¿Dónde el rechazo a la cultura del desecho que sigue alimentando el colapso de El Carrasco?
El trancón de más de cinco horas que paralizó la autopista ayer es una advertencia. Si eso ocurre en un día normal, ¿qué pasaría en un día sin carro? La ciudad se detendría. No por conciencia ambiental, sino por falta de planificación. Y eso no es progreso, es improvisación.
No se trata de estar a favor o en contra del día sin carro. Se trata de preguntarnos qué ciudad queremos construir. ¿Una que simula ser sostenible por un día, o una que transforma sus hábitos, sus sistemas y sus prioridades todos los días?
La movilidad sostenible no se decreta, se construye. Y eso implica voluntad política, inversión pública, corresponsabilidad ciudadana y, sobre todo, coherencia. No basta con exigirle al Estado. También hay que mirarse al espejo y preguntarse: ¿qué estoy haciendo yo por el ambiente?
El día sin carro puede esperar. Lo que no puede esperar es la transformación estructural del transporte, la cultura ambiental y la participación ciudadana. Porque sin eso, cualquier medida será solo maquillaje sobre una herida que sigue abierta.








