Miguel Uribe Turbay culmina una etapa en la vida pública dejando una huella que trasciende cargos y coyunturas. Su voz, firme en la defensa de la legalidad, la democracia y el diálogo como herramienta de transformación, se convirtió en faro para quienes creen que el servicio público puede ser sinónimo de integridad.
En tiempos marcados por la polarización y el avance de estructuras criminales que fracturan el tejido social, su apuesta por construir desde las instituciones, sin renunciar a la cercanía con la ciudadanía, nos recuerda que el liderazgo no se mide por el ruido, sino por la coherencia.
Hoy, más que despedirlo, lo reconocemos como parte de una historia que sigue escribiéndose. Su legado no pertenece solo a los libros ni a los archivos: vive en cada joven que decide no callar ante la injusticia, que se forma para servir, que transforma el dolor de patria en acción colectiva.
A las nuevas generaciones les corresponde recoger esa bandera, no como símbolo de partido, sino como promesa de país. Un país donde la política vuelva a ser un acto de empatía, donde la ley proteja y no excluya, donde el liderazgo se construya desde la escucha y no desde el ego.
Gracias, Miguel, por recordarnos que sí se puede hacer política con propósito. Que tu paso inspire a quienes hoy sueñan con un país más justo, más seguro y más humano.








